sábado, 15 de septiembre de 2007

Perdió la democracia

Pulso crítico

J. Enrique Olivera Arce

Un rápido vistazo al proceso electoral y su culminación el 2 de septiembre en las urnas, y que de manera destacada ocupara la atención de la clase política, medios de comunicación, y de algunos círculos de intelectuales, proporciona algunos elementos que permiten concluir, en primer término, que independientemente de los resultados obtenidos entre los principales partidos políticos en contienda, no hubo ni ganadores ni vencidos. El triunfo o la derrota, más que adjudicársela a los institutos políticos debe atribuírsele a los poderes estatal y federal que, en los hechos, se asumieran abiertamente como beligerantes en un proceso en el que la ley les obliga a mantenerse al margen.

Lo cual implica ya, consecuencias futuras con efectos en el orden doméstico y en el ámbito político nacional.

De lo anterior se desprende otra conclusión, quizá la más importante y trascendente que tras los comicios deja un amargo sabor de boca. Democracia y ciudadanía en la llamada fiesta cívica, fueron los grandes perdedores. Ni una ni otra tuvieron la más mínima oportunidad frente a un instituto electoral cuestionado de inicio, en un proceso amañado, preñado de irregularidades, salpicado lo mismo de lodo que de un cuantioso dispendio de recursos públicos y presumiblemente también privados.

La realidad, reflejada en la percepción que se tiene del proceso electoral, nos dice que la elección siendo legal en la forma, en su esencia tuvo visos de una legitimidad cuestionada; destacando a ojos vistas una grosera manipulación de la voluntad popular desde las altas esferas del poder; lo mismo que una insensible y demagógica utilización, como mercancía política, de condiciones de pobreza y pobreza extrema de amplios grupos marginados.

El sólo hecho de la existencia de controvertidas acusaciones entre los diversos partidos en contienda, del reparto lo mismo clandestino que a la luz pública, de dádivas entregadas por servidores públicos de los tres órdenes de gobierno a cambio de una interesada inclinación del sentido del voto, lo confirman. No habiendo necesidad de recurrir a argumentos manidos del retorno a viejas prácticas fraudulentas de secuestro de la voluntad popular en las urnas.

En la democracia se gana por un voto, dicen quienes se regodean de pírricos triunfos tras señalar con desparpajo que lo que cuenta en la política son los fines, no los medios para alcanzarlos. Sin parar mientes en que los medios son en sí mismos los que niegan o validan el sentido democrático del proceso electoral. Al ladrón, al ladrón, claman quienes se dan por robados, sin ocultar la mano con la que en igualdad de circunstancias y de motivaciones que sus oponentes, con los mismos medios ensuciaran el circo comicial. Bendita democracia que en su nombre todo se vale, hasta la ignominia.

Si como se afirma, en el 2000 se iniciara un proceso de transición democrática, lo cierto es que lejos de avanzar en la construcción de la democracia, estamos viviendo un proceso de retroceso político que, para la mala fortuna del país, se refleja en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Lo mismo en el terreno económico que en el social, la crisis del sistema político se deja sentir con toda intensidad. Sin percibirse cambio alentador alguno, el deterioro y el retroceso pesan más en el ánimo de la ciudadanía que toda la carga específica de la demagogia y simulación oficial con que pretende el aparato del Estado convencernos de lo contrario. El descaro manifiesto y el cinismo grotesco con el que se manejara la elección de diputados locales y alcaldes en Veracruz, no se diferencia en modo alguno de las elecciones en Oaxaca y Baja California, confirmando la tendencia.

El obsoleto sistema de partidos no oculta su crisis terminal. Pero poco o nada se hace para superarla. La iniciativa de reforma electoral que se cocina en el Congreso de la Unión, ni apunta a un intento serio por hacer avanzar la necesaria reforma del Estado, ni aporta nada que enriquezca a la llamada transición democrática. Los partidos políticos en sus negociaciones anteponen intereses espurios a los intereses legítimos de la Nación. Reproduciéndose el esquema mediante el cual, secuestrando la voluntad de los mandantes, desde el seno del Congreso de la Unión las fracciones parlamentarias, se despachan a su antojo; recreándose los viejos vicios que en el discurso dicen se proponen superar, poniendo a tono al sistema político con los grandes retos, desafíos a que se enfrenta la sociedad mexicana en el siglo XXI.

El gatopardismo es el común denominador. Cambiar para seguir igual ó, lo que es peor, para retroceder. Las consecuencias de tal incongruencia está a la vista de todo el mundo: estancamiento y pertinaz deterioro de la economía; pérdida de soberanía alimentaria; bancarrota de PEMEX, IMSS, ISSSTE, Industria azucarera; decremento del empleo, del salario y pérdida de derechos y conquistas laborales; incremento galopante de la pobreza, la migración, la inseguridad y la delincuencia organizada; cuestionada gobernabilidad y como constante, la violación de los derechos humanos básicos de connacionales y extranjeros en territorio nacional. Todo en el marco de una manifiesta corrupción e impunidad.

Las causas profundas del deterioro y la insoslayable desigualdad en el seno de la sociedad mexicana, no pueden más que atribuirse a un sistema político caduco, que insiste en sostenerse en partidos políticos inconsistentes y proclives a la manipulación y el engaño. Ha llegado la hora de una revisión a fondo y de actuar en consecuencia. Sin embargo, esta tarea no puede sustentarse en una clase política que legisla y actúa en su propio beneficio, de espaldas a una ciudadanía que se mantiene al margen.

La reforma del Estado, que implica un nuevo pacto social con el consenso de todos, no va hasta sus últimas consecuencias sin la participación de la sociedad en su conjunto. De ahí la urgente necesidad de romper el círculo perverso, rescatando la secuestrada voluntad popular hoy en manos de falsos representantes, haciendo valer una sana relación entre mandantes y mandatarios por los medios que la ley establece; partiendo de un esfuerzo por democratizar la vida política de la Nación desde el seno mismo de los partidos políticos. Sin este esfuerzo, con elecciones más o menos legales y legítimas, o sin estas, el gatopardismo seguirá dictando las reglas del juego, invalidando el futuro de nuestros hijos.

Bajo esta óptica, poco o nada tenemos que celebrar, antes al contrario, las circunstancias y condiciones en que se diera el proceso concluido debería ser motivo de reflexión y de compromiso colectivo por aprender de nuestros propios errores como sociedad. No se puede soslayar que tras pírricos triunfos electoreros, la democracia clama por su reivindicación.

pulsocritico@gmail.com

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