miércoles, 4 de marzo de 2009

PRI: el partido Dorian Gray

Por: Héctor Tajonar

Milenio.com 04/03/09

Hace 80 años, el 4 de marzo de 1929, nació el Partido Nacional Revolucionario (PNR), ancestro del PRI. Surgió del poder, con el principal fin de retenerlo. Hoy las encuestas lo sitúan como favorito para las elecciones intermedias de este año e incluso para recuperar la presidencia en 2012, lo cual no representa un signo alentador para la transición democrática.


Durante siete décadas, el PRI fungió como partido de Estado, no ideológico, y pudo mantener la cohesión dentro de la coalición revolucionaria. Fue el apéndice electoral del gobierno para la asignación de cargos de elección popular, así como para instrumentar la designación presidencial del sucesor en el cargo.


Su organización corporativa, le permitió controlar las demandas de la clase trabajadora, de los campesinos y del llamado sector popular, mediante una mezcla de negociación e imposición que produjo un desarrollo económico desigual que, salvo excepciones, hizo innecesaria la represión.


El partido hegemónico cumplió así su función primordial de control político, en su relación simbiótica con el gobierno. Ello se tradujo en un clima de estabilidad social que pareció resquebrajarse en 1968, cuando el gobierno reprimió la disidencia estudiantil. La estabilidad fue recuperada mediante un proceso de apertura y reforma política que permitió absorber las demandas democráticas e hizo posible la alternancia pacífica del poder presidencial en el año 2000.


No todo ha sido negativo en la historia del PRI: durante su hegemonía se crearon instituciones e industrias (la mayoría de ellas ineficientes), en alguna época hubo crecimiento económico y, sobre todo, se mantuvo la estabilidad. Pero todo eso se logró a costa de la construcción de una cultura política democrática.


El PRI tiene un ADN autoritario, y eso no se quita. Como lo muestra su propia historia, en su estructura genética perviven los peores vicios de la política mexicana: la corrupción y la impunidad, la simulación y el cinismo, el camaleonismo y el gatopardismo, el chanchullo y la connivencia, el corporativismo y el clientelismo.


El código de ética del PRI está sintetizado en el apotegma de uno de sus representantes ilustres, Gonzalo N. Santos: “La moral es un árbol que da moras y sirve para una pura chingada”. De acuerdo con Carlos Monsiváis, las Memorias del Alazán Tostado son el “documento más valioso para entender la idiosincrasia de los revolucionarios institucionalizados”. (Letras libres, diciembre 2000). Imposible olvidar el segundo dogma del decálogo priísta: “Un político pobre es un pobre político”, de la autoría de Carlos Hank González, quien supo aplicarlo a cabalidad.


Otro de los preceptos inamovibles del PRI es: la impunidad hasta la muerte. Si algo hay que reconocerle a ese partido es su inquebrantable compromiso con la defensa de los intereses aviesos de sus miembros, como los de los gobernadores Mario Marín o Ulises Ruiz, por mencionar sólo dos destacados ejemplos.


El pragmatismo del PRI, el partido de la mil máscaras, lo ha hecho experto en el arte de las apariencias y los virajes: se ha puesto siempre la casaca del presidente en turno, llámese Cárdenas o Alemán, Echeverría o Salinas. Ya sin la égida presidencial, pretende ahora adoptar la vestimenta socialdemócrata. Cambiar, para seguir igual. Esa es la norma.


El PRI es el partido Dorian Gray. Al ver y oír al gobernador del Estado de México en la televisión, todos los días, haciendo campaña para el 2012 sin que el IFE se inmute; bien peinado, vestido y entrenado en el histrionismo de la vieja demagogia priísta, no puedo dejar de recordar al personaje de la célebre novela de Oscar Wilde, en el que un rostro joven correspondía al de un individuo anciano con el alma maltrecha. Tal es el retrato del octogenario Partido Revolucionario Institucional.


El Latinobarómetro muestra el poco aprecio de los mexicanos por la democracia. La mayoría prefiere un gobierno eficaz a uno democrático, porque aun no tiene la experiencia de uno que reúna ambas características. Si el PRI llegase a recuperar la presidencia, acaso jamás lo conocería. Y algo peor: el PRI es un gran pedagogo. Sus pupilos rondan por todo el espectro político, aplicando sus bien aprendidas lecciones. Así como el PRI ha perdido la hegemonía del poder político, tampoco conserva ya el monopolio de la corrupción y de los otros vicios de la política que hoy invaden a todos los partidos.


htajonar@artemultimedia.com.mx

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