jueves, 11 de septiembre de 2008

Inseguridad. Dejar pasar, dejar hacer, es la constante


Pulso crítico
J. Enrique Olivera Arce


El fenómeno de violencia desbordada y deshumanización que ocupa nuestra atención hoy día, no es algo que surge por generación espontánea ni resultado de circunstancias coyunturales propias de un estado de cosas de un país que habiendo perdido el rumbo, tardíamente busca y no encuentra acomodo en la globalidad. Lo que hoy preocupa y tiene desconcertada a la sociedad mexicana viene de atrás; resultante de un proceso histórico de acumulación de frustración y descomposición social, en el que el dejar hacer, dejar pasar, es la constante. Hoy simplemente, conflictos históricamente no resueltos, hacen crisis saliéndose de cauce.


El fenómeno de la violencia no es nuevo en el país. Se remonta a la época colonial, con antecedentes en las sociedades prehispánicas y hoy día se expresa con mayor fuerza no en el ámbito de la seguridad pública como mediáticamente se construye una falsa percepción del fenómeno. El mayor grado de violencia se expresa, entre otras cosas, en la explotación y marginación de los pueblos indígenas, en el trabajo inhumano en las minas, en el trabajo infantil, en el congelamiento a lo largo de varias décadas de los salarios de los trabajadores, en el abandono del campo, en la relación asimétrica de genero, en la exclusión de los jóvenes de una vida digna y con esperanza, y en la expoliación de que es objeto el pueblo de México por parte de trasnacionales extranjeras, que controlan los principales renglones de la economía. La pobreza extrema, la desigualdad y la exclusión, son dialécticamente causa y efecto en el proceso de acumulación de frustración y descomposición de la sociedad mexicana.


La corrupción, la impunidad, la opacidad y el afán desmedido de acumulación de riqueza de una minoría rampante y el privilegio de la especulación por sobre la generación del valor real de la producción, impulsan y retroalimentan dicho proceso, pero de ninguna manera pueden considerarse causa última; en tanto que a su vez estas conductas antisociales son consecuencia estructural de raíces profundas en un México que no termina de construirse, que persiste siempre en arribar tardíamente a los eventos que jalonan el desarrollo de una humanidad en constante evolución. De un país que históricamente no ha encontrado rumbo y que persiste por marchar por camino equivocado entre conflictos no resueltos.


Pretender erradicar el mal de raíz, combatiendo los efectos sin atender las causas, es tanto o más criminal que aquello que se dice combatir. El número de niños que fallecen antes de cumplir cinco años, por hambre o por enfermedad, no se destaca ni en los discursos ni en las marchas de una clase media confundida y manipulada. Como tampoco figura en el mensaje mediático el número de indígenas víctimas del abandono o la represión, ni el número de trabajadores que mueren cotidianamente a consecuencia enfermedades propias de condiciones laborales inhumanas. Mucho menos es objeto de atención y preocupación el número cada vez mayor de mexicanos en condiciones de pobreza extrema, como eufemísticamente se califica a la miseria.


Así, la inseguridad pública, a la luz de la percepción mediática que se nos impone, en primera y última instancia, termina por ser simple pretexto para gobernantes y empresarios que con ello reproducen e incrementan corrupción e impunidad. Más vehículos, más armas, más equipo, más instalaciones, más publicidad, cierran el círculo de la demanda y la oferta de estos bienes materiales. Los mismos de siempre suman riqueza, en tanto avanza el proceso de acumulación de frustración y descomposición social, en un país que bien merece mejor destino.


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