martes, 27 de mayo de 2008

Política alimentaria: Tapar el pozo después del niño ahogado

Pulso crítico

J. Enrique Olivera Arce

Felipe Calderón Hinojosa, ahora si tras prestar oídos sordos a quienes solicitaran la revisión y renegociación del TLCAN, reconociendo al fin la amenaza latente, declaró a la seguridad alimentaria como un asunto de Estado. Manifestando que su gobierno está decido a “defender la economía familiar, en especial, de quienes menos tienen y más necesitan del país”. Al mismo tiempo que anunció un paquete de medidas tendientes a paliar el en el corto plazo una emergencia que ya hace estragos en la economía. Reacción gubernamental tardía, fuera de contexto y sin duda incongruente, como ya lo están haciendo notar diversos expertos, legisladores y representantes agrarios.


El conjunto de medidas anunciadas choca, de entrada con las declaraciones vertidas días antes, tanto por los secretarios de agricultura, economía y de hacienda, desestimando la profundidad de la crisis mundial de alimentos y su repercusión en México. Señalando que no había necesidad de recurrir a importaciones masivas y subsidios especiales o adicionales para paliar la situación. Hoy el gobierno federal se desdice. La seguridad alimentaria está en riego y a ello hay que avocarse, más por razones políticas que por un reconocimiento tácito del origen del problema. Lo que para Calderón Hinojosa está en juego no es el hambre del pueblo, a la que por cierto más del 40 por ciento de mexicanos ya está acostumbrado. Lo que al régimen panista le inquieta es la pérdida de aceptación que a últimas fechas registra a la baja el titular del ejecutivo federal.


Para nadie es ya un secreto que el problema alimentario en el ámbito internacional, acusa en su origen dos vertientes sustantivas: el alto precio del petróleo y el control de la industria alimentaria a nivel mundial por las poderosas trasnacionales del ramo. En ambos casos, el común denominador se remite a la especulación financiera y a un pretendido control global, económico y político por parte de los países hegemónicos. Quien controle el petróleo y los alimentos, controla al mundo. Frente a ello, poco o nada representan las medidas coyunturales anunciadas por Calderón Hinojosa, cuando en lo interno, se pretende tapar el pozo después del niño ahogado.


También es sabido de tiempo atrás, que el origen doméstico de la amenaza de crisis se sustenta a su vez en otras dos vertientes: el desmantelamiento y abandono del campo, por un lado, y el congelamiento del salario acompañado de una creciente pérdida de capacidad real de compra de la mayoría de la población. Problemas estructurales derivados de la substitución del modelo estabilizador de desarrollo en la década de los setenta, por un modelo neoliberal, dentro del que se ubica al TLCAN, que a más de restarle presencia al Estado privilegiando al mercado, no ha dado los resultados esperados.

El pretender resolver ahora lo que el modelo adoptado generó, con importaciones libres de aranceles, políticas públicas asistencialistas dirigidas a los sectores más desprotegidos de la población, y subsidios a los segmentos del sector agropecuario vinculados a los circuitos comerciales del exterior, no es otra cosa que prolongar la crisis generalizada de la economía nacional, posponiendo el desastre alimentario.


En su momento se pensó que administrando la abundancia derivada de la extracción de petróleo crudo, aprovechando ventajas comparativas que indicaban que salía más barato importar alimentos, bienes de capital y de consumo intermedio, que producirlos, se impulsaría el desarrollo del país y su inserción al primer mundo. Se petrolizó la economía, frenándose la política de industrialización; dándosele la espalda al campo, se desmanteló la economía agraria y se expulsó la mano de obra excedente, a la par que se estimuló la producción destinada a la exportación, en su mayoría en manos de unas cuantas empresas privadas vinculadas a las trasnacionales alimentarias. El plan no resultó. La renta petrolera se dilapidó, se deterioró la capacidad de autoconsumo de la economía campesina, la privatización de ejidos y comunidades no prosperó para los propósitos salinistas, y se comprometió la soberanía alimentaria, haciéndola dependiente de las trasnacionales.


No se aprendió la lección, ó no hay visos de voluntad política para corregir el rumbo. Hoy, bajo el supuesto de que el futuro cercano nos ofrece una nueva etapa de abundancia, gracias al incremento de la producción y exportación de crudo y los altos precios del petróleo en el mercado internacional, se insiste en la importación de alimentos y la cauda de corrupción que ello implica. Con la diferencia que actualmente estamos obligados a importar combustibles, bienes de capital y alimentos caros, que no se corresponden con una política de salarios congelados, cuya capacidad adquisitiva acusa un galopante deterioro.


A esto último el diario Milenio, lo califica como un “plan alimentario de izquierda” del gobierno panista. Quizá con la idea de contribuir a quitarle banderas a la oposición en vísperas de los comicios del 2009. La realidad nos dice que ni es plan, ni es de izquierda ni es de derecha, simplemente es un absurdo más de un gobierno que no encuentra rumbo. Ni estamos seguros aún de contar con el “tesorito” en aguas profundas para subsidiar a más de cuarenta millones de mexicanos en condiciones de pobreza; como tampoco nadie garantiza que la presunta abundancia no va a ser nuevamente dilapidada por un régimen depredador.


La solución ofrecida para el corto plazo se reduce a transformar a México en un país de menesterosos, subordinado a subsidios asistencialistas. El mediano y largo plazo, dentro de la tónica calderonista, se le deja a los vaivenes del mercado. Lo que nos remite una vez más a lo que se debate en torno al petróleo: dos modelos de desarrollo confrontados. O pensamos en el futuro de México o nos entregamos al capital extranjero. No hay término medio y eso lo saben quienes defendiendo intereses mezquinos, hablan de acuerdos y consensos en temas que ya no aceptan medias tintas.


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